Supervivientes del infierno de Mariupol: «La gente ha llegado a comerse hasta las palomas»

Supervivientes del infierno de Mariupol: «La gente ha llegado a comerse hasta las palomas»

Guerra Diario desde el infierno de Mariupol: «Sé que moriré pronto, díselo al mundo» Ciudad mártir Mariupol planta cara al avance ruso y se prepara para el último asalto

Iva corretea por entre los coches destartalados, las bolsas de comida enlatada y las miradas de preocupación de los mayores. Iva les regala sonrisas mientras danza por un escenario invisible de asfalto con sus zapatitos de andar por casa de Peppa Pig. Iva no sabe qué pasa. Es mejor que sea así: «Su madre es agente de policía y estuvo de servicio durante el asedio. Los rusos lo sabían. Mientras nos evacuaban, pararon el coche y la arrestaron. No hemos sabido nada más de ella», lamenta Igor, el abuelo de la cría.

Este aparcamiento de un centro comercial es el primer destino seguro para miles de personas evacuadas estos días del infierno de Mariupol. Llegan en coches destartalados, algunos destruidos por los bombardeos. En las ventanillas de muchos de ellos todavía hay pegados carteles donde puede leerse deti, ‘niños’ en ruso. Una imploración final durante la evacuación a los soldados y milicianos rusos para que no abriesen fuego contra pequeños como Iva, que sigue dando piruetas ajena al naufragio de su futuro.

Por primera vez después de 20 días bajo las bombas, Igor sofoca su ansiedad encendiéndose un pitillo. A su lado, Tatiana, su esposa, emite un hondo suspiro contemplando a la pequeña. Por lo que hemos pasado es inenarrable, insiste. «Los maldigo. A ellos y a toda su estirpe». Una tímida y templada brisa vespertina intenta apaciguar el ambiente. No lo logra. «El asedio ha sido horrible. ¿Tú te crees que mi madre, con su edad, tiene que pasar por esto? Se pasó todo el camino de la evacuación rezando».

La anciana, enmudecida, no puede ni siquiera salir del coche, por lo que alrededor del vehículo se ha formado un corrillo de todos los vecinos que, ayudándose los unos a los otros, lograron sobrevivir durante los días del cerco. «No podíamos apenas salir de los búnkeres», cuenta Yulia sosteniendo a su hijo de pocos años que apenas contiene el llanto. «Si pudimos comer fue gracias a mi huerto. Al final, acabaron viniendo a casa todos los vecinos. Cocinábamos en una hoguera en el patio».

Otros tuvieron menos suerte. Asegura Viktoria, otra vecina de Mariupol, que tiene constancia de que algunos ciudadanos, presa del hambre y la desesperación, tuvieron que recurrir a comer lo que cazaban alrededor de casa. «Incluso palomas», asegura. En el centro comercial de Zaporiyia muchos pueden, por fin, echarse algo fresco a la boca. Coordinados por el Ayuntamiento, los ciudadanos de Zaporiyia trabajan a destajo para atender a los cerca de 45.000 evacuados que, según fuentes oficiales, han llegado a esta localidad desde el este.

«Somos el punto de llegada de múltiples vías de evacuación», explica Vladislav Moroko, director del Departamento de Cultura de la Administración Militar de Zaporiyia, en una de las naves que concentra la ayuda humanitaria para los desplazados. «Recibimos productos de todas partes, incluso del extranjero». Los evacuados de Mariupol, dice, prefieren no quedarse aquí. Tratan de ir lo más lejos posible, dejando atrás sus vidas, cuyo relato en una letanía de estallidos de rabia, vivencias escalofriantes y lágrimas.

«Primero bombardearon mi piso, por lo que tuve que refugiarme en casa de mi madre. Cada día nos tocaba ir corriendo, de refugio en refugio, tratando de atender las necesidades de quienes en ellos se resguardaban. Faltaba de todo: medicamentos, pañales e incluso agua», recuerda Nadia. «Muchas tiendas fueron saqueadas». Hay historias que, sencillamente, se quedan atragantadas da tanto sufrimiento: «¿Que cómo era Mariupol? ¡Lárgate para allá y lo cuentas tú!», exclaman varios entrevistados, antes de irse airados.

A Larisa Sidorenko, responsable de la ONG Egida – Center, le preocupan especialmente los efectos del síndrome de estrés post traumático en los niños que han abandonado Mariupol. «Por nuestra experiencia, éstos se manifiestan con el tiempo», señala. «Así que, cuando llegan, lo poco que podemos hacer es darles un juguete y unos caramelos y acompañarlos». Las tres criaturas de Piotor un bombero que acaba de aparcar frente al centro comercial de Zaporiyia «pasaron todo el tiempo aterrorizados. Conté 15 bombas sobre nuestro refugio». En el interior del comercio, mientras espera su turno para comer la sopa borscht que se reparte a los recién llegados, Liliana, una chiquilla de nueve años que trata sin éxito de contener el torrente de lágrimas de su hermano pequeño, mesa el cabello de su muñeca Barbie antes de responder sobre cómo se siente: «Estoy triste. No es tiempo de ser feliz».

Cadetes de policía ucranianos evacuados de Mariupol.

Todos los refugiados de Mariupol tienen a alguien de quien no saben nada. Piotor lleva desde el 3 de marzo sin saber nada de su padre. Iva, de su madre. Vladislav no tiene noticias de su hijo, quien se fue a combatir a la ciudad cercada. Y las fosas comunes, donde se tuvieron que enterrar a toda prisa a los muertos debido a la imposibilidad de ofrecerles un entierro digno, comienzan a descubrirse. Según la delegación de DDHH de la ONU, en una de ellas contiene cerca de 200 cadáveres.

La magnitud de la carnicería de Mariupol es todavía insondable. Este viernes, el Ayuntamiento de Mariupol declaró que el balance de víctimas mortales del ataque ruso al Teatro Dramático, cometido el pasado 16 de marzo, es de al menos 300. Más de un millar de personas se refugiaron en él. Deti, la contraseña escrita en grandes letras alrededor del edificio para informar a las tropas rusas de que en su interior no había enemigos, esta vez no funcionó. Eso o los enemigos son, justamente, los civiles.

Un coro de voces firmes, aunque todavía tiernas, surge de las tripas de la academia de Policía de Krivói Rog. Son las de la próxima generación de agentes surgida de Mariupol. «Los saqué de la ciudad cuando comenzaron los bombardeos. Mi objetivo era asegurarme de que Ucrania tenga asegurado el futuro. Son unos 150 cadetes. En muchos casos, vinieron a aquí dejando atrás a sus familias», explica Viktoria, profesora de Criminología.

Aryna y Oleksandr, ambos con 18 recién cumplidos, pertenecen a esta camada. Su huida, recuerdan, no fue fácil: «Algunos apenas habíamos conducido un coche en nuestras vidas. Tuvimos que cargar en él lo poco que pudimos reunir y echarnos solos a la carretera», dice él; ella, que ama el oficio desde los nueve años gracias a su tío, y cuya casa fue arrasada hace pocos días con sus padres adentro -que sobrevivieron-, lo tiene claro: «Esta guerra no ha cambiado mis ganas de querer ayudar a mi gente».

Si su generación estará marcada por retos como la pandemia, sobre estos jóvenes ucranianos pesará, además, el haber perdido absolutamente todo justo cuando lo que querrían es comerse el mundo a bocados. «Nos han obligado a hacerlos adultos a marchas forzadas», admite Oleksandr, quien tuvo que huir de Donetsk en 2014 y que, por lo tanto, ha sufrido su segundo exilio. Aryna reconoce que le cuesta concentrarse en clase. «Sólo pienso en la destrucción de Mariupol».

Las alarmas antiaéreas de Zaporiyia vuelven a maullar. Anton no la oye bien, pues lleva la oreja derecha vendada por completo por las esquirlas de un proyectil de mortero lanzado contra su casa. ¿Qué opina de que Rusia asegure que viene a liberarlo? «¿A liberarnos de quién? Ya vivíamos en paz, ¿de quién nos van a liberar éstos?», espeta. No lejos de él, Iva sigue rodando. Tatiana sigue lívida observándola. ¿Y usted? ¿Qué piensa de su liberación? «Yo me atreví a decírselo a la cara a un agente ruso durante mi evacuación. ‘Mi padre entró en Berlín en 1945, ¿tú te crees que ahora tengo que ir a pedir refugio a Alemania?’. Él, chulesco, me respondió: «Sí, yo también querría bailar sobre las ruinas de Manhattan».