Primavera marchita en Kiev: «Las flores nos sirven de inspiración para resistir y vencer»

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De las guerras impacta la perseverancia de quienes se quedan para conservar una vislumbre de normalidad frente al horror. Tras escampar las tinieblas de una noche de bombardeos en el extrarradio, y de la intensa quema de carbón de las centrales térmicas, el sol asoma para abrazar a los vecinos. Estos salen a agradecérselo. Delante de la catedral de Santa Sofía se extiende una gran alfombra de flores, formando el escudo deUcrania. Una tímida hilaridad calienta la plaza.
«Los tulipanes son un regalo de los empresarios de Kiev a las mujeres de Ucrania. A pesar de todo, la primavera ha llegado», recuerda Liliana, que pasea tranquila por la explanada con un buen ramo entre las manos para colocar en su casa. Dice que se quedó viuda hace años y que, aunque sus hijos han huido de la capital, ella está decidida a quedarse. «Nací aquí y aquí quiero estar«. Las flores son, para ella, «una forma de recobrar algunas buenas memorias, una oportunidad para olvidarme de la guerra».
Tatiana, risueña, recoge junto con su hija mediana las flores, formando dos grandes ramos. A su alrededor corretea el pequeño mientras el padre, que por un día ha dejado las tareas en el frente, los observa desde la distancia mientras sostiene un diminuto patinete. «Vamos a repartir estas flores entre todos los ciudadanos. Quizás te parezca una tontería, pero estas simples flores nos ayudan muchísimo a sobrellevar estos tiempos tan difíciles. Nos sirven de inspiración para seguir resistiendo y vencer».
Tatiana tiene cuatro hijos. El mayor, explica, está en las Unidades de Defensa de la capital. En cuanto a los pequeños, como si se tratara de La Vida es Bella, y Tatiana fuese Guido Orefice, la madre reconoce, sin perder la sonrisa, que le cuesta seguir sorteando el impacto de la guerra. «Intento que no sepan qué pasa manteniéndolos alejados de las imágenes. Y cuando ven un vídeo, les digo que se trata de una película. Pero me inquieta que, al oír bombardeos, ellos mismos no reaccionan. No es buena señal».
En pleno fin de semana, el centro de Kiev debería ser un hervidero de turistas contemplando asombrados sus edificios señoriales y paisanos haciendo sus compras. La avenida Khreschatyk, una impresionante vía de ocho carriles que desemboca en la célebre plaza de la Revolución del Maidan, está desértica. Podría ser la escena de cualquier película apocalíptica. Podría ser escenario de otra reedición de Abre los Ojos. Por desgracia, es la guerra y su silencio lúgubre. En plena avenida, un grupo de voluntarios rellenan y apilan sacos terreros en la entrada de una estación de metro. Llama la atención su juventud. Con un silencio marcial, se coordinan bajo la mirada atenta de dos policías. No muy lejos, tres guardas más detienen e identifican a un grupo de adolescentes que pasean mansamente por el barrio. La vida se ha endurecido: en Kiev se ha impuesto la ley seca, los puestos de control están por todas partes y casi todos los negocios, salvo los esenciales, han cerrado. Un silencio áspero inunda todo.
«Esta situación me provoca todo tipo de sensaciones difíciles de digeri», admite Oleg, un escritor de provincias que pasó años visitando periódicamente Kiev. «Ese era mi restaurante favorito», apunta a un local de aspecto fantasmagórico. «En ese bloque estaba el estudio de mi novia», ella ya huyó, como muchos otros amigos, al extranjero. «No me hago a la idea. Kiev era la París de los países eslavos. La guerra la ha dejado absolutamente desangelada». La primavera ha nacido marchita.