Brasil decide su rumbo político en plena «emergencia democrática»

Brasil decide su rumbo político en plena «emergencia democrática»

«¡Imbrochável!», gritaba la multitud. Entusiasmado, Jair Bolsonaro comenzó a repetir rítmicamente: «¡Imbrochável, imbrochável. La escena entusiasmó a muchos y espantó a otros tantos. «¡No se me baja nunca! ¡No fallo nunca!»: eso, y no otra cosa, es lo que quiere decir «imbrochável». Bolsonaro, orgulloso, alardeó de esa presunta potencia sexual ante el cuerpo diplomático extranjero, flanqueado por un invitado de honor como el presidente portugués, Marcelo Rebelo de Sousa, y observado por miles y miles de personas convocadas por el imponente desfile para celebrar los 200 años de Brasil como país independiente. Horas antes, el corazón de una persona muerta hace 187 años, Pedro I de Brasil y IV de Portugal, había ingresado, conservado en formol, pero con honores de jefe de Estado, al Palacio del Planalto.

Escenas imborrables del Brasil distópico que este domingo va a las urnas para definir quién lo gobernará a partir del 1 de enero de 2023. Bolsonaro, por otros cuatro años, o Luiz Inacio Lula da Silva, presidente entre 2003 y 2011. Una elección de extremos y en un tóxico clima de fake news, planteada desde la lógica del abismo: según con quién se hable, Lula es un comunista que arruinará al país, en tanto que Bolsonaro es un extremista cuyo próximo paso es clausurar la democracia.

«El presidiario», repite una y otra vez Bolsonaro cada vez que se refiere a Lula, que pasó 580 días en la cárcel, condenado por corrupción en el escándalo conocido como Operação Lava Jato. Fue liberado en noviembre de 2019 al anular el Tribunal Supremo todos los procesos que pesaban sobre él. El ex presidente, que en octubre cumplirá 77 años, insiste en que es inocente.

«¿Cuál fue el error de Lava Jato? Pues que tomó un camino político delicado. Lava Jato rebasó los límites de la investigación y entró en los de la política. El objetivo era condenar a Lula», argumentó el líder del Partido de los Trabajadores (PT), que lidera las encuestas merodeando el 50 por ciento de los votos, el umbral mágico que le permitiría ser elegido presidente este mismo domingo y evitar un balotaje el 30 de octubre.

Elecciones en Brasil

«Voy a pacificar el país», promete Lula, que lleva como candidato a vicepresidente a Gerardo Alckmin, ex gobernador de São Paulo y, sobre todo, su rival por la presidencia en el balotaje de 2006, además de cuarto en las presidenciales de 2018. Que Alckmin, figura del histórico Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, sea el compañero de fórmula de Lula, habla de lo que un sector importante del país cree que es una «emergencia democrática», un instante clave en el que no se juega la presidencia, sino el sistema.

«El pueblo cree en Dios», argumenta Bolsonaro, de 66 años, que propone impedir la llegada del «régimen comunista» a Brasil y no solo niega la ventaja de más de diez puntos que le saca Lula en las encuestas, sino que asegura que es él quien ganará en la primera vuelta.

«Los brasileños pasamos por momentos difíciles que la historia muestra: 1822, 1865, 1964, 2016 y 2018 y ahora 2022. La historia puede repetirse, el bien siempre venció al mal», dijo Bolsonaro a sus ministros. El problema con el ejemplo es que incluye 1964, el año del golpe de Estado que inició una dictadura que se extendió hasta 1985. El presidente dice que aquello no fue un golpe, sino un «freno al comunismo».

En una secuencia muy similar a la que siguió Donald Trump en 2020, Bolsonaro sostiene desde hace meses que en las elecciones puede haber fraude y cuestiona el sistema de voto electrónico, vigente y eficiente desde 1996. Cuando se le pregunta si respetará el resultado, dice que acatará lo que deparen «elecciones limpias».

Más allá de lo que diga Bolsonaro, las elecciones brasileñas implican uno de los mayores ritos democráticos de Occidente, con 157 millones de personas llamadas a las urnas. En São Paulo, una de las ciudades más grandes del mundo, llueve casi sin pausa desde hace días, y así seguirá hasta el domingo, cuando el servicio meteorológico prevé que salga el sol.

Y el presidente, aunque no lo confiese, está preocupado: el 28 de agosto, tras un tormentoso primer debate en el que atacó con éxito a un errático Lula, perdió los nervios ante el periodismo.

Más allá de Lula y Bolsonaro, muchos ojos están puestos en Ciro Gomes, ex ministro de Lula y socialdemócrata de manual. Gomes, un político con mucha más imagen y consideración que votos, aún no le perdona a Lula que no lo señalará como el candidato de la izquierda en 2018. El entonces presidente optó por Fernando Haddad, hoy en disputa por la gobernación de São Paulo, y candidato sin empuje ante el impulso de Bolsonaro.

Gomes sufrió en los últimos días una andanada de críticas, descalificaciones y amenazas en las redes sociales, que marcan el ritmo de la política brasileña a un nivel extremo. Su candidatura es «inútil y perjudicial», le dicen. El 9% que le dan algunas encuestas es la diferencia entre un Lula victorioso en la primera vuelta o darle a Bolsonaro una oportunidad de ganar en la segunda. Gomes no se inmutó: sostiene su candidatura y prometió denunciar a los «farsantes, corruptos y demagogos» de la política brasileña, a los que ubica tanto en la derecha como en la izquierda.

Bolsonaro tiene algo a favor: la economía brasileña, una de las 12 más grandes del mundo, muestra cifras mucho mejores que la de sus vecinos. A eso se le suma un notable incremento en los últimos meses de los subsidios y planes sociales, así como rebajas de impuestos.

Pero la pobreza y la marginación, históricas en el país, no han sido tema de especial debate en una campaña dominada por el efectismo y las proclamas grandilocuentes. Semanas atrás, Lula dijo al Financial Times que irá «al cielo» si logra resolver el tema del hambre y la pobreza en Brasil.

«Estoy muy triste, porque 12 años después de dejar la presidencia veo un Brasil más pobre. Veo más desempleo, más personas que pasan hambre y un gobierno con una bajísima credibilidad dentro y fuera de Brasil«, añadió el ex obrero metalúrgico, que en su entrevista con el priódico del establishment económico mundial se compromete con la «responsabilidad fiscal».

Más allá de lo económico, la venta de armas y la violencia crecen de forma alarmante en el país. Al igual que Trump, Bolsonaro hace reclamo político de la libre compra y utilización de armas por parte de los ciudadanos: tener armas es tener «libertad». El asunto presiona a la izquierda, y recientemente Lula afirmó estar a favor de que en las zonas rurales del país los hacendados puedan tener armas.

El rumbo político que tome Brasil es seguido con atención entre sus vecinos latinoamericanos, donde han vuelto a ganar peso los gobiernos de izquierda, con el chileno Gabriel Boric y el colombiano Gustavo Petro como ejemplos más recientes.

Es seguido, también, por los Estados Unidos, cuyo Senado aprobó esta semana una declaración sin precedentes en la relación entre Washington y Brasilia. El texto, promovido por el ala izquierda del Partido Demócrata, pero sin objeciones por parte de los republicanos, dice que la Casa Blanca reconocerá de inmediato cualquier resultado avalado por las instituciones brasileñas y observadores internacionales. Y, por si hiciera falta, advierte de que un golpe de Estado llevará a «reconsiderar la relación con Brasil».

Curiosamente, en febrero fue el último mandatario occidental en reunirse con Vladimir Putin antes de que el ruso lanzara la invasión a Ucrania. Tenía sus razones: negoció la compra de gasoil barato para que la inflación no lo golpeara en plena campaña por la reelección. Y lo logró: las últimas cifras de inflación son en realidad de deflación.

Pero Bolsonaro se enfrenta a un desafío mucho mayor que en 2018. No son pocos los que le echan en cara que no cumplió su promesa de 2018 de no gobernar con los poderes fácticos habituales, el llamado centrão, que domina el Congreso. Bolsonaro terminó entregado a esa amalgama política que negocia dinero y poder sin preocuparse por tener una ideología ni valores definidos. El día que Bolsonaro daba su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, unos brasileños intervinieron el sistema que, mediante luces, escribe mensajes sobre el Empire State.

«Tchutchuca («muñequita») do Centrão», dejaron escrito por unos segundos en el edificio más emblemático de Nueva York, al fin y al cabo tampoco inmune al sorprendente Brasil de hoy.